En la época de la Colonia, el 5 de enero solía escucharse una algarabía de tambores en las calles de San Juan de Pasto. Era el día en que los esclavos negros obtenían el permiso de sus amos para celebrar, por única vez en el año, su libertad. Entonces se lanzaban a los caminos y recordaban a sus ancestros a través de la música, la danza y la comida, y para expresar su anhelo de igualdad tiznaban, con carbón, a los blancos que se encontraban a su paso. Esa celebración, que despertaba a la ciudad entera, fue nombrada como la ‘fiesta de los negritos’, y era tanto el alboroto que en muchas oportunidades los blancos se dejaban contagiar, y dejando a un lado su estatus participaban. Así empezó el Carnaval de Negros y Blancos, una de las celebraciones emblemáticas de Colombia.
Con el tiempo, no solo los negros estremecieron a la ciudad con el ritmo de sus tambores. Hacia finales del siglo XIX, nuevos sectores sociales, como el campesinado y los artesanos, se integraron al carnaval para cumplir un papel fundamental. El 6 de enero se convirtió en el ‘día de los blanquitos’, día en que los artesanos de las carrozas participan de la celebración, desde 1920, con toda su creatividad y su trabajo manual plasmados en grandes esculturas de papel. De esta manera se trenzan la identidad indígena, la hispánica y la afroamericana.
El Carnaval de Negros y Blancos de Pasto se convirtió, a partir de entonces, en una fiesta de comunión en la que se expresan la libertad, el juego, el arte, la creatividad, la alegría y el amor fraterno del pueblo nariñense. Refleja la necesidad de recrear el ritual histórico de resistir al tedio, sublimar el trabajo artístico y soñar con otro tiempo y espacio, que les permite reconocerse con orgullo en un pueblo de artesanos y trabajadores del campo.